sábado, 2 de junio de 2012

La llegada a Dakar (versión 2)

Senegal, 2002

Que se acercaran otras vacaciones de verano mal planificadas no me impedía matar el tiempo navegando por mi reciente conexión a Internet. Los vertiginosos 250 K de aquel primer ADSL invitaban a surcar la red a quienes hasta entonces nos habíamos desesperado por la lentitud del módem, que permitía ver llegar los bits uno a uno como arrastrados por caracoles fatigados, dejando siempre la duda de si no serían los cables demasiado finos o los bits demasiado gordos para pasar por ellos. Revisando hoy mi portátil descubro la toma polvorienta del módem que me transporta a los días previos a aquel viaje a Senegal; cuando, fantaseando al azar sobre lugares exóticos, caí en una oferta de vuelo irrechazable. Las compras por Internet eran un territorio tan desconocido para mí como la propia África y cada click de ratón era precedido por innumerables titubeos y comprobaciones. Mis vacilaciones en aquella compra solo las puedo comparar a las de los soldados responsables del botón nuclear: un pequeño descuido, un apoyo distraído en el botón de autodestrucción total y ya no hay marcha atrás. Sin embargo, el éxito de la operación me envalentonó. Tanto que desprecié la posibilidad de informarme sobre las vacunas recomendadas. Fue una sensación pasajera, pues la semilla de la duda había echado raíces e iba floreciendo en forma de pensamientos recurrentes que me tensaban los nervios. Solo los pude calmar en el centro de vacunación internacional, aunque a medias, porque la vacuna de la fiebre amarilla no sería totalmente efectiva hasta unos días después de llegar a Senegal. Contra la malaria, en cambio, solo existen unas píldoras paliativas que hacían aconsejable rebozar todas las partes expuestas al aire de loción antimosquitos extrafuerte y extrapegajosa.

El viaje en avión nos anticipa lo que encontraremos en Senegal: aquí y allá vemos sentados a pasajeros que visten el típico traje del país en forma de chilaba de vistosos colores. El aire seco y aséptico del avión, sin embargo, contrasta con la humedad cálida del exterior que arropa al recién llegado nada más salir. Ya con el equipaje a la espalda uno se pregunta dónde estará la oficina de cambio del aeropuerto. El tiempo de reflexión lo rompen tres desconocidos que se acercan como si uno fuera el turista tres millones que llega a Dakar creando a su alrededor un barullo de día de rebajas. Antes de que se dé cuenta, lo han llevado sibilinamente frente a la puerta del cuchitril para el que trabajan y que le va a cambiar sus euros "al mejor tipo de cambio", dicen, porque "la oficina de cambio del aeropuerto cierra por las noches", mienten. Declino amablemente la invitación y me dirijo a cambiar mis euros al lugar previsto. Algo tendrá de mística esta operación, porque una vez completada el viajero sufre una metamorfosis: se vuelve invisible a los atosigadores. Es él, entonces, el que empieza a merodear a los tranquilos taxistas, que resultan inmunes al regateo. Pactado el precio, cargado el equipaje, me dispongo a acomodarme en el interior para disfrutar del paisaje urbano del Dakar nocturno. No habíamos abandonado la carretera principal ni me había dado tiempo a empezar a fijarme en el paisaje, cuando, de repente, ya habíamos llegado. No había duda, el nombre del hotel lucía enfrente. El conductor no se descompuso ante mi sorpresa, que para él igual no era tanto, y no movió un músculo de su cara de poker. Mi guerra psicológica de miradas no obtuvo réplica. O igual lo hizo con retraso y en pocos segundos estaba riéndose desconsoladamente.

Deshacer el equipaje fue rápido, porque no hubo que sacarlo todo de la mochila, ya que el plan era recorrer todo el país y no permanecer demasiado en un mismo sitio. Tras una ducha estamos listos para descubrir África. Salimos a explorar el nuevo país con los ojos de la infancia asombrados por cada pequeño detalle que nos recuerda que vivimos a 3.000 km de distancia, pero que nuestra casa ahora es esta. Aprovechando que buscamos algo para cenar entramos en varias tiendas a poner en práctica los cursillos de francés de la señorita Pepis que seguimos por televisión hace años. Parece que funcionan. Nada nos recuerda a España y, sin embargo, no vemos otra cosa que no sean calles con casas, bares y comercios. Pero no es el mismo bar por el que pasamos todos los días mirándolo de soslayo lo justo para no chocar o en el que al entrar siempre advertimos los mismos periódicos, servilleteros o taburetes y la única sorpresa es el surtido de tapas del día y la disposición de los servicios. En Senegal nada se presupone, cualquier objeto es singular aun manteniendo las mismas funciones que en España. Todo llama la atención y es tan deliciosa esa sensación... Imposible no caer rendido a sus encantos y solo hemos visto una mínima parte.

Al día siguiente nos acercamos al centro de Dakar. Una furgoneta que hace las veces de autobús de línea nos deja en la estación en medio de unos barrios con calles perpendiculares iguales unas a otras y que al ser lo primero que vemos de la ciudad nos hace pensar que toda ella es igual: manzanas rectangulares de tres o cuatro alturas que impiden ver el horizonte y nos llevan a preguntarnos si ese tipo de construcciones tan sencillas pueden albergar los edificios oficiales. Está claro que no hemos viajado mucho por África. Solo había que atreverse a caminar un poco en la dirección correcta para ver el otro Dakar, el del parlamento, la sede del gobierno y las grandes avenidas que suelen salir en los noticiarios. Pero el miedo a perderme y, sobre todo, a perder de vista la estación de autobuses que me devolvería al hotel, me retiene a la hora de explorar a gusto.

A partir de conversaciones con otros clientes del hotel fui tomando conciencia de la necesidad de hacerme con un libro guía del país, pues era evidente que no tenía ni idea de adónde ir o qué hacer. En el bullicioso barrio de Medina, con sus comercios a pleno rendimiento y el continúo entrar y salir de clientes, bajo el ardiente sol del mediodía, no es difícil encontrar lo que se necesita. No hace falta dar el primer paso. Los extranjeros que se asoman al barrio son presa predilecta de comerciales a comisión de las tiendas, que se van turnando en captar la atención del recién llegado intentando dirigirlo en un buen francés hacia los negocios que les pagan. Ellos serán los que propondrán todo tipo de planes y transacciones y descubrirán nuestras necesidades antes incluso de que seamos conscientes de ellas. Ante cualquier petición sabrán encontrar al intermediario adecuado para satisfacer al viajero. No le pedirán dinero, pues su tarifa está incluida como sobreprecio en la cantidad final pagada, previamente negociada con el vendedor. Con la guía de viaje en mis manos tuve a mi disposición toda clase de información útil, desde hoteles y restaurantes con sus respectivos precios hasta lugares de interés y pinceladas básicas sobre el lugar y sus gentes. Así descubrí que mi principal destino, el único del que conseguí información por Internet, Saly, era el equivalente a nuestro Benidorm: un continuo de hoteles y resorts de más o menos lujo en los que solo se convive con europeos y de los que no es necesario salir en toda la estancia. En los que a cambio de una atención exquisita, se pierde el contacto con el país. Los senegaleses llaman descriptivamente a estos grandes complejos prisiones del lujo.

El atardecer es un buen momento para abandonar el centro de Dakar si hacemos caso de varias advertencias sobre la seguridad nocturna de la capital. El único cabo suelto es saber dónde queda la estación. Preguntando mucho y andando un poco consigo llegar antes de la hora en que los vampiros se levantan de sus lechos. El cobrador me garantiza que me avisará de la parada más cercana a mi hotel. Pero en vista del trajín que lleva, prefiero asegurarme preguntando a otro pasajero. No será necesario, la memoria es el punto fuerte del curioso sistema contable con el que trabajan. Los pasajeros van subiendo según tocan las paradas y se encajan en los espacios libres de la furgoneta en una suerte de Tetris bastante eficiente que suele implicar el movimiento de piezas ya colocadas en función de alturas, volúmenes y pesos. No se paga nada más subir, sino cuando el cobrador organiza en su cabeza toda la disposición espacial y tiene claras las cuentas que va haciendo. Como no suele disponer de cambio en el momento, los pasajeros esperan pacientemente a que este feliz evento acontezca. Mientras, en un sistema mnemotécnico peculiar, el cobrador dobla longitudinalmente dos veces los billetes y se guarda las tiras resultantes entre los dedos de las manos a la altura de los nudillos. Así, entre el índice y el corazón guarda los billetes pagados por un pasajero; entre el corazón y el medio, los de otro; y así con todos los dedos y todas las manos, asociando en su cabeza billetes, pasajeros y cantidades a devolver. Una vez devuelto el cambio se guarda el billete y deja sitio para el billete de otro pasajero.

Por la mañana temprano partimos a Kédougou en lo más profundo de Senegal. Dado lo azaroso de un sistema de transportes que no se basa en líneas regulares y dependiente en gran medida del clima en época de lluvias y del estado de las carreteras, me pareció más prudente no dejar las zonas más alejadas para el final, arriesgándome a cualquier imprevisto que me hiciera perder el vuelo de regreso. Más, teniendo en cuenta la presencia de Gambia, una franja de 480 km de longitud a lo largo del río del mismo nombre y que divide Senegal por la mitad. Esta franja obliga a rodearla cada vez que se viaja al sur o a arriesgarse a cruzarla sin visado de tránsito... Las estaciones interurbanas, las conocidas gares routières, son explanadas donde aparcan los vehículos que se dedican al transporte de de larga distancia. Algo caóticas a primera vista, han encontrado una solución ingeniosa a la desorientación provocada por la superabundancia de carteles, flechas y horarios que supone toda estación de transportes: nada de eso se encuentra en las estaciones de Senegal, que suplen los indicadores gráficos por el tradicional método de preguntar y esperar respuesta. Uno presume que algún orden subyacente debe haber, pues los viajeros autóctonos parecen caminar con paso decidido entre la multitud de coches, pero al que las pisa por primera vez cualquier patrón lógico se le escapa. Las gares routières son un lugar tan bueno como otro cualquiera para reavivar la sensación que tiene todo extranjero que llega a Senegal de no estar nunca solo, de tener un ángel de la guarda que vela siempre por uno, un ángel de la guarda comisionista, que orienta al viajero en cualquier operación que le pueda suponer una ganancia y que con distintas caras y trajes siempre está presente. El efecto es similar al experimentado por cualquier chica que acude a una discoteca española y no se ha librado de un pretendiente, cuando ya le llega otro: al principio halaga la atención hasta que cansa. Con el tiempo se va aprendiendo a lidiar con ellos. De momento bien vale aprovechar su indudable utilidad y considerarlos un impuesto añadido a las transacciones. Guiados por nuestros ángeles particulares damos con el vehículo que nos llevará a Kédougou. Viajaremos en el transporte por excelencia de Senegal, los sept places, coches familiares o rancheras que hacen sus rutas en una modalidad intermedia entre el chárter y la línea regular. Su principal característica, pronto se comprende, es que no parten hasta que se han cubierto todas las plazas, que como indica su nombre en francés, son siete plazas. Asimilar este funcionamiento supone la iniciación obligatoria y perfecta en el modo de existencia pausado y desregulado de Senegal en el que nos sumergiremos.

Pero, al fin, el rugido del motor devuelve al pasajero la excitación, calmada hasta entonces por el efecto sedante que produce la observación distraída de la vida que se desarrolla ante sus ojos. Dejamos atrás a niños y mujeres vendiendo frutas, comida para picar y refrescos de colores en pequeñas bolsas de plástico anudadas a las que hay que mordisquear una esquina para beber el contenido. Los conductores que no han partido quedan negociando con los pasajeros mientras otros empleados acomodan los equipajes en las vacas de los vehículos. A unos diez metros dejamos atrás a una pareja de europeos que busca su destino entre las decenas de coches que se les ofrecen. El día es soleado y el largo viaje que empieza servirá para empaparse del apogeo de la sabana en temporada húmeda, con el sol y el verde de los matorrales fundiéndose en la tierra marrón. Las puertas de África se abren ante nosotros, que las traspasamos con veneración y placer al tiempo.

La llegada a Dakar

Senegal, 2002

El húmedo abrazo del trópico recibe al viajero que aterriza en Dakar envolviéndolo en un clima cálido y acogedor, que pronto se volverá pegajoso. Es el mes de agosto que se adhiere a la piel recordándonos el apogeo de la temporada de lluvias por más que la noche luzca estrellada. Junto a estas sensaciones físicas bullen las ilusiones y expectativas de quien se adentra por primera vez en el continente africano sin una idea demasiado clara de lo que busca. La oferta de última hora de una aerolínea despertó la sed de aventuras con tanta precipitación que apenas hubo tiempo para cumplir el periodo de carencia de las vacunas. Todos los alojamientos y rutas se elegirían sobre la marcha excepto el primero, para el que se anotó una lista de hoteles y teléfonos. Conforme se completan los trámites del desembarque, un principio de excitación contenida se va abriendo paso entre las incertidumbres de un destino desconocido.

Y hasta aquí la tranquilidad. Una vez abandonada la zona restringida del aeropuerto es preciso enfrentarse a la misma voracidad especulativa que hoy acosa a la deuda española. El mercado negro de francos CFA, la moneda de Senegal y otros países africanos, son tres o cuatro personajes que rodean al viajero sumándose como una capa extra a la humedad atmosférica. Su objetivo es interponerse en su camino a la oficina de cambio del aeropuerto: "Cierra por la noche", mienten. Siguiendo una doble estrategia, el improvisado corrillo bursátil no deja de lanzar ofertas de venta a la baja mientras orienta imperceptiblemente al viajero hacia la puerta del chiringuito que les paga: un cubículo oscuro con mesa, silla y calculadora por todo mobiliario. Con un poco de paciencia es posible aprovisionarse de moneda del país con la que afrontar el gran reto de todo aeropuerto: que el viaje en taxi no sea más caro que el avión. Por desgracia, los taxistas resultan estar bien organizados ante el regateo; todos los sondeos ofrecen la misma tarifa fija hasta el hotel, lo cual hace pensar que es la justa. Hasta que tras cuatro kilómetros de viaje en línea recta, llegamos al destino con una sensación de sorpresa por la brevedad del trayecto, primero, y de haber contribuido generosamente al incremento de la productividad del país, después.

Luego de instalarnos en el hotel llega uno de esos momentos que por sí solos justifican un viaje: el placer de explorar los alrededores por primera vez. Conseguir algo de comida para la cena sirve de excusa perfecta. La temperatura del aire invita a las sandalias y la manga corta; los mosquitos, en un país donde la malaria es endémica, recomiendan cubrir las extremidades. Despreocupadamente caminamos por las calles del extrarradio de Dakar ajenos a cualquier plan que no sea el dictado por el espíritu libertario de las vacaciones. Nos cruzamos con hombres y mujeres que visten túnicas holgadas que llegan hasta los tobillos, estampadas con un colorido especial según el diseño de motivos geométricos propio del mundo musulmán. Junto a ellos, jóvenes y adolescentes con atuendos más occidentales comparten las calles principales en las que la iluminación de los comercios proporciona un suplemento a la escasa potencia del alumbrado público creando un clima hogareño y acogedor para los clientes. El mero hecho de caminar distraído mirando al suelo descubre aceras, cuando las hay, distintas a las habituales. Los ruidos y olores exóticos que emanan de bares y restaurantes subrayan la lejanía de casa con miles de detalles que hacen que un edificio se nos presente como singular. Unas puertas características, la especial disposición de las ventanas, fachadas con tonos y remates desconocidos; el contraste nos revela que la diversidad urbanística en nuestro país de origen, en realidad, seguía un patrón que ahora con la perspectiva adquiere uniformidad; descubrimos la existencia de un molde original que se manifiesta al compararlo con un molde distinto. Más que el kilométrico, el viaje real es este, el que revive en el recién llegado el deleite por lo nuevo, la capacidad de sorpresa y la sonrisa franca en el rostro propios de la infancia.

Uno quisiera que esa primera noche no acabara nunca. En la cama, sin embargo, el sueño nos acuna ya anhelando la llegada del nuevo día que pasaremos en el centro de Dakar. El autobús es una furgoneta preparada al efecto que nos deja en Colobane, cerca de Medina. Dos barrios, sobre todo el más grande de Medina, que describen cuadrículas perfectas de manzanas rectangulares y de pocas alturas con los bajos plagados de comercios; surcadas por calles perpendiculares, sin grandes avenidas que dejen ver en el horizonte los grandes edificios públicos que caracterizan a toda capital, a las africanas también. Ahí, en medio de ningún lugar conocido, con la única perspectiva de una calle igual a todas las demás, el viajero oscila entre la llamada de la ciudad y el deseo de no perder la referencia de la estación, mientras cabila sobre si todos los barrios serán así y alguno de esos edificios de dos o tres alturas no albergará la sede del gobierno. Cada vez es más evidente la necesidad de información sobre el país: ¿qué hacer?, ¿a dónde ir?, algunos planos, y mapas.

Cuando uno llega a Dakar pasa a formar parte de la ingente cantidad de turistas que lo han precedido y en torno a los que se ha creado un ecosistema que funciona. En Senegal uno no busca, es encontrado por un sinfín de hombres gancho curtidos por la experiencia, que saben mejor que el viajero lo que este necesita. Son gente extremadamente simpática que reclama la atención desde las tiendas en un perfecto francés o que, con una estrategia más elaborada, se une al paseante en una conversación intrascendente hasta que, sin saber cómo, ambos se encuentran dentro de un comercio. Las compras que se hagan allí, contando con el regateo pertinente, están gravadas con la comisión del gancho. Este molesto spam callejero tiene su utilidad, no obstante. Gracias a ellos es posible encontrar dentro del caos circundante cualquier artículo necesario: en este caso un libro guía del país. Se le puede pedir al primero que se acerque. Independientemente de su dedicación, están organizados en una flexible malla de relaciones que pronto da con el especialista. En un proceso transparente para el viajero la comisión aumenta en proporción al número de intermediarios que intervienen. El abordaje no siempre será tan burdo. Casi en cualquier lugar alguien ofrecerá conversación al visitante por el mero placer de hablar, deslizando sutilmente una oferta de alojamiento o un viaje barato jugando la carta de la simpatía. Depende de cada uno valorar la conveniencia de las proposiciones. El único consejo que me atrevo a dar es no pagar nada por adelantado.

Pretender, por otro lado, que se conoce el carácter de los senegaleses a partir del trato con personas que viven del turismo es un error sustancial. El extranjero de paso en el país no debe olvidar que frecuenta lugares en los que todo gira a su alrededor, igual que en la Alhambra de Granada o el museo del Prado. La mayoría de los contactos que se hagan en estas condiciones tan solo rascan la superficie de la sociedad: reflejan su idiosincrasia, pero en una versión distorsionada por la propia presencia del extranjero. Es preciso alejarse de las rutas más corrientes o asentarse en un lugar para conocer la verdadera simpatía de un pueblo amable y extrovertido. Mientras esto ocurre, los usos españoles pueden servir de orientación: ningún desconocido te aborda en la calle a no ser que sea su profesión (entrevistadores, comerciales, sectas religiosas).

Atardece y el intenso primer día dará paso a un viaje a Kédougou. Dakar fue apasionante y habrá tiempo de volver, pero dado lo azaroso del transporte en Senegal es mejor emprender los recorridos largos al principio, de modo que conforme se acerque la fecha de regreso, estemos cada vez más próximos al aeropuerto. El viaje a Kédougou es largo y conviene madrugar, así que llegamos a la estación de larga distancia por la mañana temprano. Las llamadas gares routières son explanadas en las que se acumulan más o menos desordenadamente los vehículos que parten para los distintos puntos del país. Los inexistentes directorios de andenes o paneles de horarios son suplidos por la diligencia con la que varios jóvenes se interesan por el destino del viajero y que este confunde con sincero interés. Se demostrará en futuras ocasiones que no es sino la forma de ganarse una comisión aportando un nuevo cliente al conductor de turno. La existencia de estas comisiones en la gare routière se explica por el funcionamiento del sistema de transportes. El medio más típico son los famosos sept places, coches familiares o rancheras en los que hay sitio para un conductor y siete pasajeros y que no parten hasta que todas sus plazas están ocupadas, lo que provoca una intensa competencia por los pasajeros. El proceso por el que la cara del viajero que se monta por primera vez en estos coches va mutando su expresión desde la excitación del ya tengo el billete hasta el nos faltan pasajeros con toda su dramática carga de aburrimiento, es digno de ser inmortalizado en una serie fotográfica sobre la condición humana.

Pero todo tiene su comienzo y su final y la espera también acaba. Dos horas después partimos a Kédougou. Todavía no hemos abandonado la capital y es pronto para saber del blanqueo de piel de las senegalesas, de las aguas calientes del océano, más cercanas a sopa tibia que a la frialdad del Atlántico norte. Nada sabemos tampoco de las lluvias torrenciales que obligan a parar los vehículos en la cuneta de las carreteras ni del verde paisaje de la sabana mezclado con el marrón de la tierra y el amarillo del sol. No lo sabemos, pero estamos dispuestos a recibir la promesa de África, cualquiera que esta sea.