sábado, 2 de junio de 2012

La llegada a Dakar

Senegal, 2002

El húmedo abrazo del trópico recibe al viajero que aterriza en Dakar envolviéndolo en un clima cálido y acogedor, que pronto se volverá pegajoso. Es el mes de agosto que se adhiere a la piel recordándonos el apogeo de la temporada de lluvias por más que la noche luzca estrellada. Junto a estas sensaciones físicas bullen las ilusiones y expectativas de quien se adentra por primera vez en el continente africano sin una idea demasiado clara de lo que busca. La oferta de última hora de una aerolínea despertó la sed de aventuras con tanta precipitación que apenas hubo tiempo para cumplir el periodo de carencia de las vacunas. Todos los alojamientos y rutas se elegirían sobre la marcha excepto el primero, para el que se anotó una lista de hoteles y teléfonos. Conforme se completan los trámites del desembarque, un principio de excitación contenida se va abriendo paso entre las incertidumbres de un destino desconocido.

Y hasta aquí la tranquilidad. Una vez abandonada la zona restringida del aeropuerto es preciso enfrentarse a la misma voracidad especulativa que hoy acosa a la deuda española. El mercado negro de francos CFA, la moneda de Senegal y otros países africanos, son tres o cuatro personajes que rodean al viajero sumándose como una capa extra a la humedad atmosférica. Su objetivo es interponerse en su camino a la oficina de cambio del aeropuerto: "Cierra por la noche", mienten. Siguiendo una doble estrategia, el improvisado corrillo bursátil no deja de lanzar ofertas de venta a la baja mientras orienta imperceptiblemente al viajero hacia la puerta del chiringuito que les paga: un cubículo oscuro con mesa, silla y calculadora por todo mobiliario. Con un poco de paciencia es posible aprovisionarse de moneda del país con la que afrontar el gran reto de todo aeropuerto: que el viaje en taxi no sea más caro que el avión. Por desgracia, los taxistas resultan estar bien organizados ante el regateo; todos los sondeos ofrecen la misma tarifa fija hasta el hotel, lo cual hace pensar que es la justa. Hasta que tras cuatro kilómetros de viaje en línea recta, llegamos al destino con una sensación de sorpresa por la brevedad del trayecto, primero, y de haber contribuido generosamente al incremento de la productividad del país, después.

Luego de instalarnos en el hotel llega uno de esos momentos que por sí solos justifican un viaje: el placer de explorar los alrededores por primera vez. Conseguir algo de comida para la cena sirve de excusa perfecta. La temperatura del aire invita a las sandalias y la manga corta; los mosquitos, en un país donde la malaria es endémica, recomiendan cubrir las extremidades. Despreocupadamente caminamos por las calles del extrarradio de Dakar ajenos a cualquier plan que no sea el dictado por el espíritu libertario de las vacaciones. Nos cruzamos con hombres y mujeres que visten túnicas holgadas que llegan hasta los tobillos, estampadas con un colorido especial según el diseño de motivos geométricos propio del mundo musulmán. Junto a ellos, jóvenes y adolescentes con atuendos más occidentales comparten las calles principales en las que la iluminación de los comercios proporciona un suplemento a la escasa potencia del alumbrado público creando un clima hogareño y acogedor para los clientes. El mero hecho de caminar distraído mirando al suelo descubre aceras, cuando las hay, distintas a las habituales. Los ruidos y olores exóticos que emanan de bares y restaurantes subrayan la lejanía de casa con miles de detalles que hacen que un edificio se nos presente como singular. Unas puertas características, la especial disposición de las ventanas, fachadas con tonos y remates desconocidos; el contraste nos revela que la diversidad urbanística en nuestro país de origen, en realidad, seguía un patrón que ahora con la perspectiva adquiere uniformidad; descubrimos la existencia de un molde original que se manifiesta al compararlo con un molde distinto. Más que el kilométrico, el viaje real es este, el que revive en el recién llegado el deleite por lo nuevo, la capacidad de sorpresa y la sonrisa franca en el rostro propios de la infancia.

Uno quisiera que esa primera noche no acabara nunca. En la cama, sin embargo, el sueño nos acuna ya anhelando la llegada del nuevo día que pasaremos en el centro de Dakar. El autobús es una furgoneta preparada al efecto que nos deja en Colobane, cerca de Medina. Dos barrios, sobre todo el más grande de Medina, que describen cuadrículas perfectas de manzanas rectangulares y de pocas alturas con los bajos plagados de comercios; surcadas por calles perpendiculares, sin grandes avenidas que dejen ver en el horizonte los grandes edificios públicos que caracterizan a toda capital, a las africanas también. Ahí, en medio de ningún lugar conocido, con la única perspectiva de una calle igual a todas las demás, el viajero oscila entre la llamada de la ciudad y el deseo de no perder la referencia de la estación, mientras cabila sobre si todos los barrios serán así y alguno de esos edificios de dos o tres alturas no albergará la sede del gobierno. Cada vez es más evidente la necesidad de información sobre el país: ¿qué hacer?, ¿a dónde ir?, algunos planos, y mapas.

Cuando uno llega a Dakar pasa a formar parte de la ingente cantidad de turistas que lo han precedido y en torno a los que se ha creado un ecosistema que funciona. En Senegal uno no busca, es encontrado por un sinfín de hombres gancho curtidos por la experiencia, que saben mejor que el viajero lo que este necesita. Son gente extremadamente simpática que reclama la atención desde las tiendas en un perfecto francés o que, con una estrategia más elaborada, se une al paseante en una conversación intrascendente hasta que, sin saber cómo, ambos se encuentran dentro de un comercio. Las compras que se hagan allí, contando con el regateo pertinente, están gravadas con la comisión del gancho. Este molesto spam callejero tiene su utilidad, no obstante. Gracias a ellos es posible encontrar dentro del caos circundante cualquier artículo necesario: en este caso un libro guía del país. Se le puede pedir al primero que se acerque. Independientemente de su dedicación, están organizados en una flexible malla de relaciones que pronto da con el especialista. En un proceso transparente para el viajero la comisión aumenta en proporción al número de intermediarios que intervienen. El abordaje no siempre será tan burdo. Casi en cualquier lugar alguien ofrecerá conversación al visitante por el mero placer de hablar, deslizando sutilmente una oferta de alojamiento o un viaje barato jugando la carta de la simpatía. Depende de cada uno valorar la conveniencia de las proposiciones. El único consejo que me atrevo a dar es no pagar nada por adelantado.

Pretender, por otro lado, que se conoce el carácter de los senegaleses a partir del trato con personas que viven del turismo es un error sustancial. El extranjero de paso en el país no debe olvidar que frecuenta lugares en los que todo gira a su alrededor, igual que en la Alhambra de Granada o el museo del Prado. La mayoría de los contactos que se hagan en estas condiciones tan solo rascan la superficie de la sociedad: reflejan su idiosincrasia, pero en una versión distorsionada por la propia presencia del extranjero. Es preciso alejarse de las rutas más corrientes o asentarse en un lugar para conocer la verdadera simpatía de un pueblo amable y extrovertido. Mientras esto ocurre, los usos españoles pueden servir de orientación: ningún desconocido te aborda en la calle a no ser que sea su profesión (entrevistadores, comerciales, sectas religiosas).

Atardece y el intenso primer día dará paso a un viaje a Kédougou. Dakar fue apasionante y habrá tiempo de volver, pero dado lo azaroso del transporte en Senegal es mejor emprender los recorridos largos al principio, de modo que conforme se acerque la fecha de regreso, estemos cada vez más próximos al aeropuerto. El viaje a Kédougou es largo y conviene madrugar, así que llegamos a la estación de larga distancia por la mañana temprano. Las llamadas gares routières son explanadas en las que se acumulan más o menos desordenadamente los vehículos que parten para los distintos puntos del país. Los inexistentes directorios de andenes o paneles de horarios son suplidos por la diligencia con la que varios jóvenes se interesan por el destino del viajero y que este confunde con sincero interés. Se demostrará en futuras ocasiones que no es sino la forma de ganarse una comisión aportando un nuevo cliente al conductor de turno. La existencia de estas comisiones en la gare routière se explica por el funcionamiento del sistema de transportes. El medio más típico son los famosos sept places, coches familiares o rancheras en los que hay sitio para un conductor y siete pasajeros y que no parten hasta que todas sus plazas están ocupadas, lo que provoca una intensa competencia por los pasajeros. El proceso por el que la cara del viajero que se monta por primera vez en estos coches va mutando su expresión desde la excitación del ya tengo el billete hasta el nos faltan pasajeros con toda su dramática carga de aburrimiento, es digno de ser inmortalizado en una serie fotográfica sobre la condición humana.

Pero todo tiene su comienzo y su final y la espera también acaba. Dos horas después partimos a Kédougou. Todavía no hemos abandonado la capital y es pronto para saber del blanqueo de piel de las senegalesas, de las aguas calientes del océano, más cercanas a sopa tibia que a la frialdad del Atlántico norte. Nada sabemos tampoco de las lluvias torrenciales que obligan a parar los vehículos en la cuneta de las carreteras ni del verde paisaje de la sabana mezclado con el marrón de la tierra y el amarillo del sol. No lo sabemos, pero estamos dispuestos a recibir la promesa de África, cualquiera que esta sea.