Senegal, 2002
El húmedo abrazo del trópico recibe al viajero que aterriza en Dakar envolviéndolo en un clima cálido y acogedor, que pronto se volverá pegajoso. Es el mes de agosto que se adhiere a la piel recordándonos el apogeo de la temporada de lluvias por más que la noche luzca estrellada. Junto a estas sensaciones físicas bullen las ilusiones y expectativas de quien se adentra por primera vez en el continente africano sin una idea demasiado clara de lo que busca. La oferta de última hora de una aerolínea despertó la sed de aventuras con tanta precipitación que apenas hubo tiempo para cumplir el periodo de carencia de las vacunas. Todos los alojamientos y rutas se elegirían sobre la marcha excepto el primero, para el que se anotó una lista de hoteles y teléfonos. Conforme se completan los trámites del desembarque, un principio de excitación contenida se va abriendo paso entre las incertidumbres de un destino desconocido.
El húmedo abrazo del trópico recibe al viajero que aterriza en Dakar envolviéndolo en un clima cálido y acogedor, que pronto se volverá pegajoso. Es el mes de agosto que se adhiere a la piel recordándonos el apogeo de la temporada de lluvias por más que la noche luzca estrellada. Junto a estas sensaciones físicas bullen las ilusiones y expectativas de quien se adentra por primera vez en el continente africano sin una idea demasiado clara de lo que busca. La oferta de última hora de una aerolínea despertó la sed de aventuras con tanta precipitación que apenas hubo tiempo para cumplir el periodo de carencia de las vacunas. Todos los alojamientos y rutas se elegirían sobre la marcha excepto el primero, para el que se anotó una lista de hoteles y teléfonos. Conforme se completan los trámites del desembarque, un principio de excitación contenida se va abriendo paso entre las incertidumbres de un destino desconocido.
Y hasta aquí la tranquilidad. Una vez
abandonada la zona restringida del aeropuerto es preciso enfrentarse
a la misma voracidad especulativa que hoy acosa a la deuda española.
El mercado negro de francos CFA, la moneda de Senegal y otros países
africanos, son tres o cuatro personajes que rodean al viajero
sumándose como una capa extra a la humedad atmosférica. Su objetivo
es interponerse en su camino a la oficina de cambio del aeropuerto:
"Cierra por la noche", mienten. Siguiendo una doble
estrategia, el improvisado corrillo bursátil no deja de lanzar
ofertas de venta a la baja mientras orienta imperceptiblemente al
viajero hacia la puerta del chiringuito que les paga: un cubículo
oscuro con mesa, silla y calculadora por todo mobiliario. Con un poco
de paciencia es posible aprovisionarse de moneda del país con la que
afrontar el gran reto de todo aeropuerto: que el viaje en taxi no sea
más caro que el avión. Por desgracia, los taxistas resultan estar
bien organizados ante el regateo; todos los sondeos ofrecen la misma
tarifa fija hasta el hotel, lo cual hace pensar que es la justa.
Hasta que tras cuatro kilómetros de viaje en línea recta, llegamos
al destino con una sensación de sorpresa por la brevedad del
trayecto, primero, y de haber contribuido generosamente al incremento
de la productividad del país, después.
Luego de instalarnos en el hotel llega
uno de esos momentos que por sí solos justifican un viaje: el placer
de explorar los alrededores por primera vez. Conseguir algo de comida
para la cena sirve de excusa perfecta. La temperatura del aire invita
a las sandalias y la manga corta; los mosquitos, en un país donde la
malaria es endémica, recomiendan cubrir las extremidades.
Despreocupadamente caminamos por las calles del extrarradio de Dakar
ajenos a cualquier plan que no sea el dictado por el espíritu
libertario de las vacaciones. Nos cruzamos con hombres y mujeres que
visten túnicas holgadas que llegan hasta los tobillos, estampadas
con un colorido especial según el diseño de motivos geométricos
propio del mundo musulmán. Junto a ellos, jóvenes y adolescentes
con atuendos más occidentales comparten las calles principales en
las que la iluminación de los comercios proporciona un suplemento a
la escasa potencia del alumbrado público creando un clima hogareño
y acogedor para los clientes. El mero hecho de caminar distraído
mirando al suelo descubre aceras, cuando las hay, distintas a las
habituales. Los ruidos y olores exóticos que emanan de bares y
restaurantes subrayan la lejanía de casa con miles de detalles que
hacen que un edificio se nos presente como singular. Unas puertas
características, la especial disposición de las ventanas, fachadas
con tonos y remates desconocidos; el contraste nos revela que la
diversidad urbanística en nuestro país de origen, en realidad,
seguía un patrón que ahora con la perspectiva adquiere uniformidad;
descubrimos la existencia de un molde original que se manifiesta al
compararlo con un molde distinto. Más que el kilométrico, el viaje
real es este, el que revive en el recién llegado el deleite por lo
nuevo, la capacidad de sorpresa y la sonrisa franca en el rostro
propios de la infancia.
Uno quisiera que esa primera noche no
acabara nunca. En la cama, sin embargo, el sueño nos acuna ya
anhelando la llegada del nuevo día que pasaremos en el centro de
Dakar. El autobús es una furgoneta preparada al efecto que nos deja
en Colobane, cerca de Medina. Dos barrios, sobre todo el más grande
de Medina, que describen cuadrículas perfectas de manzanas
rectangulares y de pocas alturas con los bajos plagados de comercios;
surcadas por calles perpendiculares, sin grandes avenidas que dejen
ver en el horizonte los grandes edificios públicos que caracterizan
a toda capital, a las africanas también. Ahí, en medio de ningún
lugar conocido, con la única perspectiva de una calle igual a todas
las demás, el viajero oscila entre la llamada de la ciudad y el
deseo de no perder la referencia de la estación, mientras cabila
sobre si todos los barrios serán así y alguno de esos edificios de
dos o tres alturas no albergará la sede del gobierno. Cada vez es
más evidente la necesidad de información sobre el país: ¿qué
hacer?, ¿a dónde ir?, algunos planos, y mapas.
Cuando uno llega a Dakar pasa a formar
parte de la ingente cantidad de turistas que lo han precedido y en
torno a los que se ha creado un ecosistema que funciona. En Senegal
uno no busca, es encontrado por un sinfín de hombres gancho curtidos
por la experiencia, que saben mejor que el viajero lo que este
necesita. Son gente extremadamente simpática que reclama la atención
desde las tiendas en un perfecto francés o que, con una estrategia
más elaborada, se une al paseante en una conversación
intrascendente hasta que, sin saber cómo, ambos se encuentran dentro
de un comercio. Las compras que se hagan allí, contando con el
regateo pertinente, están gravadas con la comisión del gancho. Este
molesto spam callejero tiene su utilidad, no obstante. Gracias
a ellos es posible encontrar dentro del caos circundante cualquier
artículo necesario: en este caso un libro guía del país. Se le
puede pedir al primero que se acerque. Independientemente de su
dedicación, están organizados en una flexible malla de relaciones
que pronto da con el especialista. En un proceso transparente para el
viajero la comisión aumenta en proporción al número de
intermediarios que intervienen. El abordaje no siempre será tan
burdo. Casi en cualquier lugar alguien ofrecerá conversación al
visitante por el mero placer de hablar, deslizando sutilmente una
oferta de alojamiento o un viaje barato jugando la carta de la
simpatía. Depende de cada uno valorar la conveniencia de las
proposiciones. El único consejo que me atrevo a dar es no pagar nada
por adelantado.
Pretender, por otro lado, que se conoce
el carácter de los senegaleses a partir del trato con personas que
viven del turismo es un error sustancial. El extranjero de paso en el
país no debe olvidar que frecuenta lugares en los que todo gira a su
alrededor, igual que en la Alhambra de Granada o el museo del Prado.
La mayoría de los contactos que se hagan en estas condiciones tan
solo rascan la superficie de la sociedad: reflejan su idiosincrasia,
pero en una versión distorsionada por la propia presencia del
extranjero. Es preciso alejarse de las rutas más corrientes o
asentarse en un lugar para conocer la verdadera simpatía de un
pueblo amable y extrovertido. Mientras esto ocurre, los usos
españoles pueden servir de orientación: ningún desconocido te
aborda en la calle a no ser que sea su profesión (entrevistadores,
comerciales, sectas religiosas).
Atardece y el intenso primer día dará
paso a un viaje a Kédougou. Dakar fue apasionante y habrá tiempo de
volver, pero dado lo azaroso del transporte en Senegal es mejor
emprender los recorridos largos al principio, de modo que conforme se
acerque la fecha de regreso, estemos cada vez más próximos al
aeropuerto. El viaje a Kédougou es largo y conviene madrugar, así
que llegamos a la estación de larga distancia por la mañana
temprano. Las llamadas gares routières son explanadas en las
que se acumulan más o menos desordenadamente los vehículos que
parten para los distintos puntos del país. Los inexistentes
directorios de andenes o paneles de horarios son suplidos por la
diligencia con la que varios jóvenes se interesan por el destino del
viajero y que este confunde con sincero interés. Se demostrará en
futuras ocasiones que no es sino la forma de ganarse una comisión
aportando un nuevo cliente al conductor de turno. La existencia de
estas comisiones en la gare routière se explica por el
funcionamiento del sistema de transportes. El medio más típico son
los famosos sept places, coches familiares o rancheras en los
que hay sitio para un conductor y siete pasajeros y que no parten
hasta que todas sus plazas están ocupadas, lo que provoca una
intensa competencia por los pasajeros. El proceso por el que la cara
del viajero que se monta por primera vez en estos coches va mutando
su expresión desde la excitación del ya tengo el billete
hasta el nos faltan pasajeros con toda su dramática carga de
aburrimiento, es digno de ser inmortalizado en una serie fotográfica
sobre la condición humana.
Pero todo tiene su comienzo y su final
y la espera también acaba. Dos horas después partimos a Kédougou.
Todavía no hemos abandonado la capital y es pronto para saber del
blanqueo de piel de las senegalesas, de las aguas calientes del
océano, más cercanas a sopa tibia que a la frialdad del Atlántico
norte. Nada sabemos tampoco de las lluvias torrenciales que obligan a
parar los vehículos en la cuneta de las carreteras ni del verde
paisaje de la sabana mezclado con el marrón de la tierra y el
amarillo del sol. No lo sabemos, pero estamos dispuestos a recibir la
promesa de África, cualquiera que esta sea.